En Plaza Molina, hay un portal al frente del cual está una
portera, una señora de apariencia filipina. Paso por delante de su edificio una
vez a la semana, y siempre me sorprende su cuidado maquillaje, su atildado
pelo, su bata impecable y bien planchada, y la gracia con que ata a su cuello
bonitos pañuelos. A veces está fregando el suelo y otras habla alegremente con
algunos vecinos.
A simple vista, me pareció que había sabido encontrar la manera
de disfrutar de su oficio, el que tenía, y de dignificarlo con su alegría.