Madrid ha sido siempre una de mis ciudades, aunque nunca haya vivido allí. Hubo algún año en que pasé en ella algunas temporadas, y no hay año en que no pase allí algunos días. Ir a Madrid para mí empieza cuando camino hacia la Glorieta de Bilbao y vislumbro el Café Comercial, espacio icónico de la ciudad, donde muchas veces me senté a leer y a escribir durante aquel año sabático. A partir de ahí, bajar por la calle Fuencarral y perderme por las calles de Malasaña es el rito que le da carta de naturaleza a cada una de mis visitas: es la celebración de la experiencia madrileña por antonomasia, aquella que concentra, para mí, el sabor más intenso de la ciudad y de su vibrante pulso.
Leo ahora que acaba de anunciar su cierre el Mercado Fuencarral, un centro comercial diferente y emblemático que abrió en 1998 acompañando el efervescente renacimiento de Chueca, en aquellos momentos de transformación del barrio que reivindicaban modos de vida y consumo alternativos, y que merecieron que el diario Le Monde los calificara como "el mejor ejemplo del cambio cultural en España”.
Con el cierre de este mercado, acosado por las tiendas de franquicias y grandes cadenas que ahora pueblan la calle Fuencarral, se cierra también el capítulo de un "Madrid que no volverá".