Lunes de septiembre en Barcelona. Me siento a tomar un café en La Farga, junto al Paseo de Gracia. Un buen mirador para ver a barceloneses y allegados caminar a la primera hora de la mañana. Pasan los enchaquetados y encoloniados de zapatos brillantes; pasan las ejecutivas rancias y alguna ejecutiva loba; pasan las asistentas latinoamericanas de mil orígenes y con mil tristezas; pasan los primeros turistas, los más madrugadores, los que no quieren hacer colas en la Pedrera; pasan los universitarios con el 20minutos en la mano y el i-pod en los oídos; pasan mujeres de mediana edad, con aspecto algo dejado, canas en las sienes y cigarrillo en mano; pasan los carteros, con los carritos amarillos de arrastre delantero, repartiendo las últimas cartas que se enviarán este siglo; pasan las señoras pijas con bolsas de CH en el brazo; pasan chicas chinas, camino de su trabajo en los bazares repartidos por toda la ciudad; pasan hombres y mujeres en bici; pasan contables con abultadas carpetas y cerveceras barrigas; pasan prestigiosos expertos de alguna cosa, con barba blanca e intelectual foulard...
Pasa una madre con su niño pequeño, camino del parque.
Pasa la vida.